P: ¿En qué se parecen un choclo y el mar? R: ¡Ninguno se puede patentar!
El proyecto de ley de Protección de Obtentores Vegetales, más conocida como UPOV 91, se votará en el Senado en las próximas semanas. En breve, de aprobarse significará que cualquiera que realice mínimas modificaciones a una especie vegetal se transformará en el legítimo dueño de esta variedad y podrá cobrar por su uso. Lo que esta ley da por obvio es que convertirse en propietarios de tipos de organismos vivos es éticamente aceptable… algo que de obvio nada tiene.
Uno de los más libertarios filósofos libertarios del siglo XX fue Robert Nozick, quien en su clásico de filosofía política, Anarquía, Estado y utopía, presenta un argumento de por qué un Estado mínimo es justificable para la defensa de los ciudadanos, y por qué cualquier atribución que éste se tome más allá es una violación de nuestros derechos individuales.
Pero no es al Estado mínimo de Nozick a lo que me quiero referir en esta columna, sino a una idea que lanza al pasar cuando explica el origen de la propiedad privada de acuerdo a John Locke. Locke considera la propiedad como un hecho natural, anterior incluso a las instituciones que luego la regulan. Ésta surge cada vez que alguien mezcla su trabajo con los recursos que natura le da. Así, por ejemplo, la tierra pasa a ser del agricultor en la medida en que éste la cultiva, y el pedazo de mármol pasa a ser de quien lo saca de la cantera y lo esculpe. Ese valor agregado que los seres humanos ponen en las materias primas, entonces, es lo que crea el derecho a apropiárselas. Ahora bien, dice Nozick, hay obviamente límites a lo que se puede apropiar, más allá del trabajo que en ello invierta. Por ejemplo, si abro una lata de jugo de tomates y la lanzo al mar, he “mezclado” mi trabajo con éste, pero Locke no sería tan loco para decir que me lo he apropiado.i Digamos que en este caso basta con un poco de sentido común (con todo lo variable e impreciso que éste pueda ser) para darse cuenta de que una conclusión así sería un profundo malentendido de la teoría Lockeana.
Me parece que semejante malentendido es lo que subyace a la propuesta del Convenio Internacional UPOV 91, más conocida en Chile como la iniciativa de Ley de Protección de Obtenciones Vegetales. Aprobada hace unas semanas por tres votos contra dos por la Comisión de Agricultura del Senado (Larraín, García Ruminot y Coloma a favor; Letelier y Rincón en contra), será votada por éste próximamente, en medio de las críticas de agrupaciones como Sociedades Sustentables, Anamuri y Chile Sin Transgénicos. Muy en breve, lo que esta ley persigue es resguardar los derechos de propiedad “intelectual” de quienes “crean” variedad vegetales nuevas, impidiendo así que otros puedan usarlas o guardárselas para futura reproducción, sin pagar antes a sus “dueños”, o compensarlos en caso de mal uso. Pido se me perdone por el abuso de comillas, pero su fin no es más que recalcar las analogías con el jugo de tomates en el océano de Nozick.
Tomemos, por ejemplo, la planta de maíz. Lo que dice el proyecto de ley es básicamente que cualquiera que le cambie un gen creando así una variedad nueva podrá patentar ésta, haciéndosela propia y cobrando 20 años al menos por su uso. Ahora bien, considerando que el maíz tiene más de 32 mil genes, ¿no será una frescura reclamarlo como “propiedad intelectual” por sólo haberle modificado uno? Si no equivale esto a adueñarse del oceáno por tirarle una lata de jugo, al menos equivale a adueñarse de un gran lago por el mismo procedimiento.
Por supuesto, dirán los que defienden las patentes sobre organismos vivos, existen diferencias importantes entre ambos casos. Aquí presento tres y explico luego por qué no funcionan. Primero, la nueva planta es un aporte a la humanidad porque seguramente posee ciertas propiedades especiales y diferentes al maíz “convencional”: quizás está hecha para crecer en zonas secas; o para resistir la aplicación de un plaguicida que, oh, casualidad, es producido por la misma empresa que reclama la patente; quizás viene fortificada con alguna vitamina y podrá ser vendida como un súper-alimento. El jugo de tomates lanzado al mar, en cambio, no produce ningún beneficio a nadie, ni aunque se esparza – como en el ejemplo de Nozick – parejo por toda la superficie.
Segundo, lanzar un tarro de jugo de tomates al mar no es trabajoso ni extenuante, no requiere de tiempo de preparación ni grandes inversiones monetarias: ¡no cuesta nada! Transformar una especie vegetal modificándole un gen, en cambio, requiere años de investigación, sueldos de científicos, infraestructura sofisticada, paciencia, muchos ensayos para llegar a un resultado satisfactorio. ¡Todo este esfuerzo merece premiarse!
Por último, mientras el mar es un espécimen único y no replicable, una variedad vegetal es un tipo entre muchos. En este sentido, parecería que el primer caso, pero no el segundo, topa con el límite que fijan Nozick (y también Locke) para la apropiación: cuando se trata de objetos cuyo stock es finito, la apropiación es legítima siempre y cuando ésta no empeore la situación de otros. Si me adueño de un grano de arena en la misma playa donde fui a tirar el jugo, nadie podrá ser dueño de ese grano de arena, pero tiene una amplia oferta de granos similares. Si me apropio del Pacífico, en cambio, no hay más Pacíficos de los que adueñarse. Y las variedades vegetales (aunque son en estricto rigor un tipo y no un espécimen) son en este ejemplo más parecidas a los granos de arena que al mar, dada la casi infinita cantidad de modificaciones que podrían hacerse.
Pero estos argumentos no funcionan. Primero, respecto al beneficio que produce la nueva variedad vegetal versus la total inutilidad de lanzar jugo de tomates al océano, está fuera de lugar emitir juicios de valor de este tipo como justificación de la propiedad privada. Si escribo un libro o una columna absolutamente inútiles, no por ello son menos míos si decido inscribirlos como propios. Las melodías más horrorosas y medicamentos cuyos efectos secundarios han sido mortales no por ello pertenecen menos a sus creadores. Que una invención o un descubrimiento humano sean beneficiosos no es razón necesaria ni suficiente para reclamarlos como propios.
En cuanto al trabajo invertido en la obtención del producto final, tampoco sirve. Hay talentos innatos a quienes poco o nada cuesta lo que para otros significan horas de trabajo extenuante. Hay modelos a quienes se paga millones porque aparezcan en una sesión de fotos desplegando su belleza “natural”. A menos que queramos eliminar por completo la libertad relativa del mercado para regular lo que cada quien gana, y comenzar a pagarle a cada uno exactamente el precio de su esfuerzo, este argumento también resulta indefendible. Y lo más probable es que quienes defienden hoy la protección de semillas modificadas no estén cómodos con un mercado laboral hiper regulado.
El tercer punto, al fin, parece a primera vista más plausible en teoría, pero deja de serlo si se fija la vista en la práctica. Si bien es cierto que la patente que piden los obtentores vegetales vale sobre una sola y específica variedad de planta, hay al menos dos fenómenos que hacen que la libertad para elegir cualquier otra variedad no sea tan amplia como podría aparecer a simple vista. Es decir, que el límite que pone Locke de “no empeorar por medio de la apropiación la situación de otros” resulta cuestionable. Por un lado, está documentado que las plantas modificadas genéticamente “contaminan” fácilmente a otras de su misma especie, lo que podría llevar con el tiempo a una homogeneización y pérdida de biodiversidad. Mantenerse al margen de estas variedades patentadas podría ser así muy difícil, si no imposible, como ya lo han comprobado agricultores orgánicos mexicanos en la vecindad de plantaciones transgénicas. Por otro lado, si se decide aceptar las reglas del juego y legitimar la propiedad privada sobre tipos de vida, entonces el incentivo es a que se genere una carrera de patentes, que podría llevar a que tarde o temprano sí haya que pagarle a alguien (sea una transnacional o una agrupación de campesinos tradicionales) por el uso de semillas que hasta aquí habían sido patrimonio común de todos.
Por último, si bien tiendo a no militar con este tipo de argumentos, para quienes gustan de los argumentos de “pendiente resbaladiza”, permítaseme añadir que aquí caben perfecto: si dejamos que se patenten semillas vegetales, ¿cómo pondremos el límite luego cuando quieran patentarse variedades animales (lo que ya es una realidad en países como Estados Unidos), y humanas?
En conclusión, mientras no afinemos las herramientas de análisis para evaluar lo que es la propiedad intelectual aplicada a organismos vivos, su rango de aplicación y sus límites, leyes como la de Protección de Obtenciones Vegetales hacen pasar como obvias medidas que de obvias nada tienen y que pueden tener serias consecuencias. Lo mínimo que se puede exigir a nuestros parlamentarios es un poco de reflexión antes de votar en esta materia.
Esta columna puede leerse también en Verdeseo