En la columna pasada me referí al principio ético del menor daño posible y su conexión con las dietas vegetarianas y veganas. En resumen, quienes se abstienen de consumir carne y/u otros productos de origen animal lo hacen en pos de generar el menor daño posible con sus acciones. Algunos, como los vegetarianos “pragmáticos”, creen que esta dieta es la más aconsejable dadas las actuales circunstancias de producción y consumo de alimentos de origen animal; otros, como los veganos abolicionistas, creen que el daño está en tratar como objeto de propiedad a seres sintientes cuyo estatus moral exige dejarlos libres. El principio del menor daño exige en este segundo caso eliminar de la dieta cualquier traza de origen animal, y limitarse a consumir cereales, legumbres y verduras que carecen de aquel estatus.
El principio del menor daño suena atrayente por su aparente simplicidad, pero esta apariencia es engañosa. En un ingenioso artículo, S.L. Davis plantea que quienes realmente quieren minimizar el daño (entendido como la muerte y sufrimiento innecesario de animales humanos y no humanos) deberían adoptar una dieta de hamburguesas con vegetales. ¿Cómo así? Apoyándose en un par de estudios científicos, Davis muestra que en la producción de cereales, legumbres y vegetales mueren cientos y hasta miles de animales de campo, como ratones, conejos y hurones aplastados bajo las máquinas o sin hogar y a merced de sus depredadores. La agricultura industrial, así, no garantiza que el daño será minimizado. Ante esto, la sugerencia de Davis es comer hamburguesa de vacas que pastan libremente con una que otra hoja de lechuga, pero no demasiadas. ¿Hace sentido la sugerencia?
Me parece que el mérito de Davis está en mostrar que, aun si concedemos que los sujetos dañados incluyen animales humanos y no humanos, y que medir el daño es posible, es muy difícil acordar qué acciones exactamente serán las que lo minimicen. Una pregunta, por ejemplo, es si es mejor limitarse a consumir productos no animales (aunque éstos ocasionen necesariamente la muerte de animales silvestres), o comer dichos productos acompañados de los animales que morirán en el curso de su producción, como conejos atropellados y ratones sin hogar. Otra pregunta es si, en lugares donde existen plagas que serán eliminadas sí o sí, no es mejor convertir la carne de la plaga en comida y minimizar así la producción de otros alimentos que matan a su vez a otros animales. En el caso de Magallanes, una dieta de castor y liebre con papas y lechugas regionales podría ser, desde esta perspectiva, la mejor de todas.
Estas preguntas no pretenden llevar al absurdo el principio del menor daño, sino más bien provocarnos a ser más reflexivos y a informarnos mejor sobre lo que nos echamos a la boca. Por consideraciones como la compasión, el respeto y la minimización de nuestra huella ambiental, creo que las dietas no carnívoras apuntan en la dirección correcta en lo que a una dieta ética se refiere y logran la mayoría de las veces minimizar el daño. En lugar de sostenerlas como absolutos que debemos adoptar sin excepciones, creo sin embargo que debemos abrazarlas atentos al contexto y con la flexibilidad que da el saber que hasta aquellos con las mejores intenciones en la teoría pueden errar medio a medio a la hora de la puesta en práctica.