Salmonicultura y desarrollo sustentable: Parte II

En una columna anterior, plantée la pregunta de si se puede hablar de salmonicultura y sustentabilidad sin contradicción en los términos, y sugerí que se necesitaba más información antes de dar una respuesta. En lo que sigue, propongo ponerse imaginativos y suponer que, tras realizarse los estudios respectivos se concluye que—tomando una serie de medidas preventivas, paliativas y restaurativas—la salmonicultura sí puede llevarse a cabo sin comprometer las posibilidades de generaciones futuras para satisfacer sus necesidades (que es el criterio para definir algo como “sustentable”). La pregunta entonces es si puede hacerse salmonicultura sustentable en Chile. ¿Qué implicaría esto?

Si uno revisa la crisis del virus ISA del 2007, las plagas de piojos de mar que aquejan continuamente a los salmones de criadero, la mortandad “normal” de un 15 por ciento de peces en las jaulas, la abundancia de desechos plásticos regados por la industria en las playas de la X y XI Regiones, y la reciente muerte masiva de miles de peces por culpa de un bloom de algas en Chiloé (cuya causa sería El Niño, pero que bien podría tener la sobre-densidad de los cultivos como factor agravante del problema), queda la sensación de que el currículum ambiental de las empresas salmoneras en Chile no ha sido el mejor—por decirlo diplomáticamente. Queda la sensación, también, de que el trabajo de quienes tienen la misión de velar por el correcto funcionamiento de la industria (esto es, SERNAPESCA) deja también mucho que desear. Con “alumnos” e “inspectores” una y otra vez reprobando el examen, ¿cómo garantizar un desarrollo sustentable de la industria a futuro?

“De la historia pasada no pueden sacarse conclusiones futuras”, se defenderá alguien con razón. El asunto es cómo no repetir los errores y moverse hacia un escenario donde, por un lado, el comportamiento de la industria mejore y, por otro, comience a fiscalizarse en serio. Para que esto suceda, se necesitan al menos tres cosas: promover la investigación científica independiente en torno al tema, aumentar los recursos de SERNAPESCA y modificar el marco regulatorio de la industria.

Partiendo por la investigación científica, hay que conocer mejor los efectos de introducir un depredador exótico y a gran escala en el mar chileno; un depredador que muchas veces termina arrancándose de la jaula e interactuando con peces nativos. Cabe preguntarse también qué efectos producen tanto para el ambiente como para los propios salmones las diferentes densidades en las jaulas (que en algunos centros chilenos han llegado hasta 30 kilos por metro cúbico, aunque hoy la recomendación es de 13); cómo interactúan fenómenos locales naturales (como los bloom de algas) con fenómenos artificiales (la presencia de jaulas salmoneras); los efectos que tiene el uso de antibióticos en salmones, consumidores y otras especies nativas (incluida la humana); y un largo etcétera. Estas investigaciones podrían financiarse con un fondo administrado de manera independiente con aportes de la propia industria—a través de un aporte obligatorio pagable después de cada ciclo productivo, por ejemplo.

En cuanto a la modificación del marco regulatorio, vayan dos ejemplos. Actualmente, las concesiones sólo pueden instalarse en lugares donde no exista un banco natural, es decir, en lugares donde no exista una abundancia de otros productos marinos, como centollas, erizos u ostiones. El detalle es que esto se mide hasta los 30 metros de profundidad. Es decir, si la familia de erizos tuvo la mala suerte de vivir a los 35 metros, pues entonces los buzos de SERNAPESCA reportarán que el lugar en cuestión no es banco natural y podrá instalarse la salmonera… con las consecuencias para las especies nativas que no es difícil imaginar. Un segundo aspecto a repensar es que a las salmoneras se les exige simplemente una Declaración de Impacto Ambiental (DIA) en lugar de un Estudio de Impacto Ambiental (EIA), porque se asume que su impacto en el medio es limitado. Esto es problemático sobre todo en zonas de alta densificación de la industria, donde el impacto de una con la del vecino y la de más allá se potencian. Para hacer una analogía, es como si para la instalación de una industria contaminante en la Región Metropolitana se pidiera una DIA en lugar de un EIA, porque su sola contribución a la contaminación del aire es irrelevante (cuando lo que hay que medir en zonas saturadas es el efecto acumulativo de las fuentes emisoras, y no el de cada una por separado).

De los recursos limitados de SERNAPESCA puedo poner como ejemplo a Magallanes, donde las utilidades de la industria llegaron a 180 millones de dólares en 2015, con poco más de 30 centros funcionando, mientras el presupuesto anual de SERNAPESCA no alcanzó los 90 millones de pesos para fiscalización (esto es, poco más de 130 mil dólares). Sin contar con lancha ni robot submarino, la entidad fiscal debe arrendar una lancha para cada fiscalización que realiza, o (menos frecuentemente) enviar a sus fiscalizadores en las mismas embarcaciones de las empresas salmoneras. Con ocho fiscalizadores en toda la región, en 2015 se visitó cada centro un promedio de tres veces. Y nótese que, para los que lo consideren poco, ¡los salmoneros en Magallanes se precian (o lamentan) de ser los más fiscalizados de Chile!

Cuando nuevas solicitudes para concesiones comienzan a apilarse en la Araucanía y Magallanes (hasta 2020 existe una moratoria en las regiones X y XI), es imperioso que los ciudadanos nos informemos y discutamos el lugar que queremos dar a la salmonicultura en el desarrollo productivo del país. Si bien cabe la posibilidad de que esta actividad se ejerza sin producir daños irreparables en el medio ambiente, se necesita más información antes de convertir nuestra región en un nuevo centro salmonicultor. Y, ante todo, se necesita voluntad política y recursos para quienes tienen la misión de garantizar su sustentabilidad.

Las dos partes de esta columna pueden leerse juntas en El Mostrador