La ciudad y los perros

Mi querida señora madre se va a enojar conmigo si lee esta columna, con ese pudor suyo tan propio de guardarse los problemas y las inquietudes, en lugar de compartirlos con el resto del mundo.

Hace unas semanas, mi pobre vieja se sumó a la lista de 600 personas que han sufrido mordidas de perros en Punta Arenas en el último año. Sus casi diarias caminatas al centro están suspendidas, muerta de miedo de que le pase otra vez. A la fuerza ha tenido que hacerse cliente frecuente de los taxis, para poder llegar segura de punto a punto. Y, aunque nunca les ha tenido mucha simpatía a los canes, ahora como nunca alega a voz viva contra ellos, añorando los tiempos en que Magallanes tenía perrera.

Si hay alguien a quien achacar responsabilidades en este problema, sin embargo, no es a los perros, sino a los humanos.

En el caso de mi madre, ni siquiera fue un quiltro el que la mordió, sino un perro grande y bien cuidado que andaba suelto por la calle, a pesar de tener “dueño”. El personaje en cuestión ni se inmutó, cuando le fueron a tocar la puerta para contarle que su regalón había atacado a una señora mayor. Con una amiga tuvo que partir mi madre al hospital, para que le hicieran las curaciones del caso. Y no me cabe duda de que hoy su canino atacante sigue libre por las calles, como si nada hubiera sucedido, mientras el propietario se abanica tranquilo, ajeno al peso de la ley civil o criminal.

¿Qué se necesitará que pase en nuestra ciudad para que la tenencia responsable de mascotas deje de ser letra muerta y se convierta en realidad? ¿Tendrá un doberman en furia que comerse viva a la nieta de algún seremi? ¿Habrá que esperar que una jauría ataque a las cohortes municipales durante un acto solemne? ¿Cuántos puntarenenses más serán víctimas de estos pobres animales –porque de ellos no es la culpa– dejados a merced de sus irresponsables dueños y de la lenta reacción de las autoridades?

La diferencia entre un país civilizado y uno bárbaro como Chile (al menos cuando se trata de regular la propiedad de mascotas), no la hacen los genes ni la cultura, sino las leyes que se hacen cumplir. Aunque esto ya lo he dicho en otras columnas, lo repito: si los chilenos hoy usamos cinturón de seguridad, no es porque seamos más iluminados que las generaciones anteriores, sino porque el uso del cinturón se fue grabando en la psiquis colectiva a fuerza de partes contundentes, campañas insistentes y educación. De la misma manera, lo único que acabará con los perros callejeros es una normativa que se haga cumplir, que castigue a los dueños irresponsables con multas contundentes y hasta penas criminales, cuando por su negligencia ponen en riesgo la vida de inocentes.

Lo que se necesita son medidas concretas y fiscalización. Primero que nada, inscripción obligatoria de mascotas, y que éstas no puedan salir a la calle sin correa. Esterilización masiva de machos y hembras. Que perro suelto que haya termine en un canil, financiado – en parte al menos– con el dinero de los registros y de las multas de quienes violan la ley. Y eutanasia como último recurso, para quienes no tengan dueño o sean abandonados; un final mucho más agradable, en todo caso, que una vida de miseria, hambre y frío por las calles de nuestra austral ciudad.