Recursos naturales y ciudadanos intranquilos

Uno de los tópicos que se ha popularizado dentro de la filosofía política en los últimos años es la cuestión de los derechos territoriales y de los derechos sobre los recursos naturales. Por razones obvias (cambio climático, sobre-explotación de recursos renovables y no renovables, extinción masiva de especies y pérdida y deterioro ecosistémico), preguntarse por el fundamento de estos derechos y por lo que significa una distribución justa de ellos es urgente, y nos son pocos quienes en los últimos años han formulado teorías al respecto.

Entre las más recientes está el igualitarismo global aplicado a los recursos naturales, propuesto por el inglés Chris Armstrong en un libro de próxima aparición. En breve, Armstrong parte de la premisa que la justicia distributiva es una meta a nivel global y no sólo doméstico, esto es, que debemos tomar medidas no sólo nacionales, sino también inter y supra nacionales para lograr que todas las personas puedan acceder a un cierto bienestar. Para lograrlo, la distribución de los recursos naturales es clave. A diferencia de otros igualitaristas globales, sin embargo, para quienes el ideal sería dividir todos los beneficios y costos de los recursos naturales en partes iguales entre todos los seres humanos (una meta a todas luces utópica, si no distópica), Armstrong reconoce que los apegos particulares a recursos específicos por parte de personas específicas deben ser tomados en cuenta. En la práctica, esto significa que algunos quizás puedan tener más derechos que otros sobre ciertos recursos, si esto ayuda a corregir las desigualdades en otras áreas. Estos derechos no son necesariamente derechos de propiedad, sino que pueden también ser de acceso, extracción, exclusión, alienación, administración, etc. Entender que diferentes apegos generan diferentes derechos, y que tomarlos en cuenta es fundamental para hacer una repartición justa es, entonces, la clave.

¿Cómo hacerlo? Pienso en la discusión que se está dando actualmente en Puerto Natales, respecto al proyecto carbonífero de Tranquilo, que pretende explotar 800 mil toneladas métricas de carbón al año durante una década, para exportarlas a la usina de Río Turbio en Argentina. El Estudio de Impacto Ambiental fue presentado hace poco más de mes y será revisado por 27 organismos del estado que deberán entregar sus informes en un plazo de 120 días. Los ciudadanos, por su parte, tienen hasta el 22 de febrero para hacer observaciones a un documento de cientos de páginas (sólo el resumen ejecutivo tiene 32) y alta complejidad técnica. ¿Quién debería tener derecho a qué en este caso?

Después de una recomendación del concejo regional, el alcalde de Puerto Natales, Fernando Paredes, anunció que podría llamarse a plebiscito para que los natalinos decidan sobre el proyecto, ubicado a apenas doce kilómetros de la ciudad. Las autoridades medioambientales, sin embargo, desecharon rápidamente la idea, argumentando que está fuera del marco de la institucionalidad ambiental y que, de hacerse, no sería vinculante. Mientras, la empresa organiza charlas y puerta-a-puerta para dar a conocer el proyecto a la comunidad, filtrando a su criterio la información que debe conocerse y la que no. Los interesados en que el proyecto sea aprobado se transforman, así, en juez y parte de su causa, porque la “institucionalidad ambiental” así lo permite: en vez de designarse a un grupo de asesores independientes que expliquen el proyecto en términos comprensibles al público, se deja a quienes están siendo evaluados que le cuenten a sus potenciales evaluadores las bondades de su propuesta… omitiendo, claro está, las debilidades.

En este caso, es bastante evidente que lo que hoy se entiende por “participación ciudadana” y las condiciones que se dan para ello deben ser replanteadas en proyectos de explotación de recursos de esta envergadura. Aplicando las ideas de Armstrong, lo que sería justo aquí (o menos injusto) sería que los ciudadanos no sólo pudieran involucrarse en el análisis del EIA, sino que tuvieran que hacerlo, con el estado como facilitador. No sólo organismos especializados, sino también agrupaciones de base, comunitarias, ambientales, educacionales y otras deberían ser parte integral (y no sólo accidental) de un proceso de decisión que hoy recae sobre unos pocos, aunque termine afectando a miles.

Mientras ello no ocurra, ideas como la del plebiscito sólo queda celebrarlas y apoyarlas. Aunque no sean vinculantes, actos de este tipo tienen un valor expresivo que no puede ser ignorado por quienes arman el marco institucional, y menos si cuentan con la participación masiva de la ciudadanía.