En una columna anterior me referí a tres acusaciones infundadas que se hacen a la ecología profunda, un movimiento filosófico impulsado por el pensador noruego Arne Naess (1912 –2009), y que se hizo conocida en Chile a través del fundador del Parque Pumalín, Douglas Tompkins (1947–2015). Al contrario de las caricaturizaciones, sugerí que la ecología profunda no pone en la misma balanza la vida de una hormiga con la vida de una guagua; no ve al ser humano como enemigo de la naturaleza, sino a ambos intrínsecamente relacionados; y no busca solucionar la crisis ambiental que nos aqueja a través de una dictadura verde.
Sin desconocer sus muchos problemas y vacíos teóricos, en esta columna me refiero a la influencia que ha tenido la ecología profunda en las actuales miradas críticas al modelo económico y productivo global.
Frente a la crisis evidente del capitalismo en los setenta, y frente a la evidencia elocuente de que se nos venía encima la extinción masiva de especies, la contaminación generalizada de agua y aire, y el calentamiento global, el movimiento ecológico profundo cumplió la función de mostrar el otro extremo del péndulo. Si en algo fue radical, fue en requerir cuestionarse no las reformas posibles a un sistema en decadencia, sino las bases mismas sobre las cuales se construía el sistema. Para quienes creemos que otra manera de hacer las cosas es posible, decir hoy que el crecimiento indefinido es imposible e indeseable, criticar la noción de progreso lineal y atacar las mediciones de riqueza y pobreza sólo en términos de ingreso per cápita suenan a obviedad. Que suenen a obviedad sólo fue posible, sin embargo, gracias a posiciones “extremas” como la de Naess, que despejaron el territorio para que floreciera la diversidad en los terrenos medios.
Que proyectos de la escala de los propuestos por la Fundación Conservación Patagónica sean posibles hoy en Chile sólo se entiende, en este sentido, tomando en cuenta la influencia lenta pero segura que ha ido ganando esta filosofía en el discurso ético y político diario. Cuando reconocemos la necesidad de conservar ecosistemas completos y a gran escala, y cuando nos abrimos a la posibilidad de que regiones enteras hagan de la conservación un tema prioritario, estamos parados ya sobre un nuevo paradigma que era impensable en los tiempos en que Naess formulaba su teoría.
Lo que ayer fue radical hoy es moderado; los que ayer fueron acusados de locos hoy pasan por visionarios; lo que ayer era un lema profundo hoy es de sentido común: “La crisis de las condiciones de vida en la Tierra podría ayudarnos a elegir un nuevo camino con nuevos criterios de progreso, eficiencia y acción racional.” ¿Se atrevería alguien a dudar de ello?
En el plano estrictamente filosófico, suele criticarse que luego de su fuerte presencia en los debates en los años setenta, ochenta y noventa, el movimiento ecológico profundo se quedó sin voces y sin hacer nuevos aportes. En la práctica, sin embargo, lo que hicieron Naess y un puñado más de filósofos profundos fue abrir una verdadera cuña en el discurso ético y político del status quo; una cuña que hoy es habitada por un número cada vez más grande de convencidos de que lo dado no es necesariamente lo deseable. Por mucho que intenten los críticos asociar a la ecología profunda con fanatismo, extremismo e intolerancia, lo cierto es que su rol fue exactamente lo contrario: mostrar que el discurso de que las medidas económicas que nos rigen no son ideológicas, sino meramente “técnicas” y “neutrales” es en sí mismo fanático; desenmascarar ese mismo discurso como extremo a la hora de descalificar toda voz que se le oponga; y ser la vanguardia que abrió el camino para que esas otras muchas voces pudieran expresarse y ser tomadas en serio.
Esta columna es una adaptación del artículo «Un cambio de mirada profundo«, aparecido en el especial Tompkins, de Verdeseo.