Hijos de las flores… plásticas

ImageEn lo más vibrante del movimiento hippie en los años 60 y comienzos de los 70, el gran tabú de siglos, el sexo libre, se convirtió en una manifestación de libertad y en una afirmación de la igualdad de hombres y mujeres. Ya no eran sólo ellos quienes podían hacer lo que se les diera la gana; desde ahora, también ellas podían decidir qué, con quién, cómo y cuánto querían hacer. Eso, hasta que el SIDA a comienzos de los 80 puso un brusco fin a ese sueño de libertad sexual ilimitada. Ya no podríamos repetir con la misma soltura ni espontaneidad las historias de nuestros padres y abuelos. Había que “cuidarse”. Para bien o para mal, las costumbres tuvieron que cambiar otra vez, moderarse, adaptarse a la nueva realidad. Algunos miran hoy con envidia a los protagonistas de esos años, resignándose a pertenecer a una época post-hippie. Y esos protagonistas, probablemente, no pueden creer hoy sus recuerdos y se preguntan cómo todo puede haber sido tan excesivo, abierto, desenfrenado…

Me parece que un fenémeno similar se está dando hoy en otro ámbito, y estamos recién despertando a la conciencia de lo que vendrá. Esta vez se trata de los hijos de las flores, pero plásticas, quienes hemos vivido en el exceso material y empezamos a notar sus consecuencias en la economía, en nuestra salud y en las escaras cada vez más profundas dejadas por este modo de vida en el medio ambiente, local y global. Para quien, como yo, nació y se crió en la cultura “Made in China” y “Todo a Mil”, la luz de alarma ya se encendió hace rato, pero muchos todavía no la ven. Los 80, 90 y 2000 vieron la explosión del consumo, la apertura de nuevos mercados y la aparición de nuevos centros de producción: a China se sumaron India, Bangladesh, Tailandia, Vietnam, los países del este europeo, Perú, México. Todo lo que antes duraba años y costaba varias cuotas y mucho esfuerzo, se convirtió en progresivamente desechable y absurdamente barato. Lo que dos o tres generaciones atrás habría sido impensable (como botar un par de zapatos después de usarlos una sola temporada, o cambiar de teléfono cada año) se han vuelto actividades cotidianas y habituales que nadie cuestiona. Lo que hace un par de décadas eran malas costumbres reservadas para la élite (luces prendidas por doquier, duchas de media hora, calefacción prendida con ventanas abiertas), han pasado a ser casi derechos ciudadanos, da lo mismo si el costo del derroche es construir mega-represas y centrales a carbón ecológica y socialmente insustentables.

Si la revolución de los verdaderos hijos de las flores puede ser vista como promiscuidad pura sin más, también puede leerse como una manifestación política, un signo de rebeldía, un gesto significativo dentro de un contexto histórico más amplio. La revolución de los hijos de las flores plásticas, sin embargo, nada tiene de político, ni de rebelde, ni de significativo. Sin saber muy bien ni cómo ni por qué, como sociedad nos hemos dejado llenar de cosas que no necesitamos, desconociendo su procedencia y lo que realmente costaron. La falacia de lo “barato” y “desechable” se está empezando a desenmascarar, y se está empezando a ver lo que realmente cuesta mantener este estilo de vida en el que nos hallamos inmersos y que nuestros propios gobiernos nos incitan a mantener.

En dos o tres generaciones más mirarán hacia atrás y no podrán creer lo despilfarradores que fuimos; hippies del consumo, liberados en el mal sentido de la palabra de toda preocupación por los efectos de nuestras acciones. Es hora de iniciar la transición y de ser capaces de mirar un poco más allá de nuestras narices: una virtud poco humana, pero que nos quedará más que desarrollar si queremos dejarles algo a los que vienen.