Justo, orgánico, local

Visitar el supermercado puede ser una experiencia abrumadora por el exceso de oferta: ¿Cuál cereal elegir para los retoños, cuando las opciones ocupan medio pasillo de arriba abajo, y vienen en todas las formas, texturas, colores y precios? ¿Qué aliño echarle a la ensalada, cuando al clásico trío limón-aceite-sal se suman el Mil Islas, Exótico, Thai, bajas-calorías, et cétera? ¿Cómo decidirse por una marca de café, cuando vienen de diez países diferentes y molidos para cuatro o cinco propósitos distintos?

A continuación, presento una guía que no sólo debiera ayudar a evitarse el dolor de cabeza y la pérdida de tiempo, sino también contribuir a hacer de este mundo un lugar mejor (o, quizás más realísticamente, no contribuir a embarrarlo aún más). Se basa en tres principios fundamentales que, si se quieren respetar, reducen drásticamente la oferta disponible: comprar justo, comprar orgánico y comprar local.

Las campañas de OXFAM en el mundo entero promoviendo los precios justos en productos como el café, chocolate, algodón y arroz han hecho que los consumidores globales recuperen la conciencia del origen de lo que compran. Comprar justo generalmente implica no comprar lo que aparece más barato, y por eso muchas personas se resisten a la idea. Claro, es válido preguntarse para qué pagar 300 ó 500 pesos más por algo que en sabor probablemente será igual, pero lo que esta pregunta olvida es que el costo real de los productos que hoy consumimos no se refleja en el precio. Para graficar esto con un ejemplo personal: cuando viajé a Chiapas, México, en 2003, los campesinos productores de café ese año dejaron que se pudriera la cosecha, porque la entrada al mercado de Vietnam había provocado tal sobreoferta mundial de café que cosechar tenía un costo más alto que lo que ganarían. Como voluntaria de Sexto Sol, una ONG dedicada a organizar a los mini-productores en Chiapas y Guatemala para vender su café a precio justo, me enteré de las cuitas de los campesinos y de los precios miserables que se les ofrecían y que, en realidad, no justificaban ni mover un dedo. Cuando se compra café de “comercio justo”, uno tiene la garantía de que el productor no fue explotado, y que puede llevar una vida digna gracias a su trabajo. 300 ó 500 pesos valen esa diferencia.

Comprar orgánico también suele ser un poco más “caro” (de nuevo, según los estrechos estándares de lo que “caro” significa), pero de nuevo vale la pena. Y aquí, en algunos casos al menos, sí que el producto es indudablemente de mejor calidad. Para qué voy a entrar en la obviedad de comparar un huevo de campo con uno salido de una fábrica de pollos con gusto a harina de pescado, o decir que una zanahoria de huerto es más sabrosa que una de la agroindustria. Aquí, además, hay que sumar los beneficios para el medio ambiente (menos pesticidas en el aire y en las aguas), y para la salud humana (menos pesticidas, menos hormonas, menos antibióticos).

Por último, hacer un esfuerzo por comprar productos locales (o localivorismo) es un tercer criterio útil para hacer las compras.Éstos no sólo suelen ser más ricos –excúseseme el chauvinismo culinario– , sino que se ahorran toda la energía de la distribución y el combustible que eso significa.

Aunque parece difícil, tratar de cumplir con estos parámetros dentro de lo posible simplifica la vida en vez de complicarla. Si no me creen, los invito a hacer la prueba.