Para quienes no leyeron la columna anterior y para quienes la leyeron pero necesitan refrescar la memoria, un resumen ejecutivo: el gobierno presentó a mediados de marzo una indicación sustitutiva al proyecto de ley sobre vegetales genéticamente modificados (VGMs) que ampliará su uso actual (hasta ahora limitado a la producción de semillas de exportación) a la producción para consumo interno. Mientras la SNA celebra, investigadores independientes y algunas ONGs protestan preocupadas por lo que creen podría derivar en problemas para los pequeños agricultores y para la salud humana y del medio ambiente.
Para iluminar esta discusión, creo que es útil partir distinguiendo entre VGMs y VGM. En principio, los transgénicos son plantas a las que se ha insertado un gen de otra, que cambia sus propiedades convencionales poniéndola en ventaja en algún sentido. Por ejemplo, insertando el gen de plantas tolerantes a la sequía o a suelos salinos en otras que no lo son, como un tomate, se puede hacer que éstos crezcan en condiciones desérticas. También hay VGMs que son resistentes a ciertas enfermedades que diezman a sus parientes convencionales, o VGMs extra nutritivos. En Australia, por ejemplo, se cultiva un plátano enriquecido con vitamina A y minerales, y en India están experimentando con una papa que contiene un 60 por ciento más de proteínas que las convencionales. También hay VGMs que resisten plagas y evitan así el uso de insecticidas. En todos estos casos, si bien aún no se saben los posibles efectos para la salud humana y del medio ambiente a largo plazo, podría decirse que la idea de adoptar estos cultivos en Chile suena atractiva: por ejemplo, ante un futuro de sequías, si se quiere asegurar que todos los chilenos tengan algo que echar a la olla suena sensato dar facilidades para que se empiecen desde ya a plantar VGMs que resistan la falta de agua. El problema es que éstos constituirán una proporción mínima de los que probablemente se plantarán.
Si los transgénicos han sido vilipendiados por los ambientalistas –y si hoy todavía se encuentran prohibidos en la Unión Europea–, no es por este tipo de plantas super nutritivas o resistentes a sequías o salinidades extremas, sino sobre todo por aquellas resistentes al herbicida round-up. El chiste es que tanto este herbicida (el más vendido en el mundo) como las plantas diseñadas para resistirlo son propiedad de la misma compañía: la transnacional Monsanto, que controla el 90 por ciento de estos cultivos en todo el planeta y cuenta entre sus top de ventas la soya, el maíz y la canola “round-up ready”, que son lo único que queda vivo después de regar los campos con dicho herbicida. Además del desequilibrio ecológico, la contaminación genética de las plantas nativas, la aparición de “super-malezas” y los problemas de salud para quienes viven cerca de los campos “round-up” (denunciados in extenso en el documental El mundo según Monsanto, de la periodista francesa Marie-Monique Robin), la adopción de estos cultivos plantea serios problemas a la soberanía alimentaria de un país. Esto, en al menos dos sentidos. Por un lado, una excesiva dependencia de ellos puede resultar catastrófica si son atacados por una peste o enfermedad. Pero aún más grave, porque están patentadas por la compañía, estas plantas no pueden reutilizarse año a año, sino que los agricultores deben comprar las semillas desde cero cada temporada. Lo que es peor, si un viento inesperado hace que las semillas transgénicas aterricen en su patio, pues podría usted tener que pagar una multa de varios miles por violar la propiedad intelectual de la compañía (éste es el caso de cientos de pequeños agricultores que han sido demandados por Monsanto en Norteamérica). Si se dicta esta nueva ley, mi recomendación sería amurallar y techar su terruño como medida precautoria, Señor Agricultor.
Una versión in extenso de esta columna puede leerse en Chile Sin Transgénicos