
El próximo 23 de junio, el Tratado Antártico cumple 60 años desde su entrada en vigor. Tras partir con 12 países signatarios (entre ellos Chile), hoy son 54 países quienes forman parte de este acuerdo internacional: 29 son miembros consultivos (con poder de decisión) y 25 no consultivos (con derecho a voz, pero no voto). Muchos celebran, con razón, el hecho de que el Tratado ha logrado cumplir a lo largo de seis décadas los principales objetivos estipulados en sus dos primeros artículos: mantener la paz y promover la cooperación científica. Este año, además, se cumplen 30 años de la firma del Protocolo Ambiental, que se planteó como principal meta la protección global del medio ambiente antártico y sus ecosistemas dependientes y asociados. El surgimiento del protocolo fue una sorpresa en su momento: mientras se daba los últimos retoques a la Convención para la Reglamentación de las Actividades sobre Recursos Minerales Antárticos, un cambio de giro brusco llevó a las partes consultivas a desechar esta iniciativa y reemplazarla por una de estricta protección al medio ambiente. En lugar de la explotación, en suma, se optó por la conservación de un continente entero; un hecho inédito en el mundo.
Desde entonces, sin embargo, el sistema del Tratado Antártico no ha sido capaz de elaborar ningún otro instrumento legal de envergadura. Esto es preocupante, considerando las muchas formas en las que ha cambiado el mundo desde comienzos de los 90: la actividad científica y sobre todo el turismo han aumentado exponencialmente (con un par de breves pausas, gentileza de la crisis económica de 2008 y Covid-19); la bioprospección sigue siendo un negocio extremadamente rentable, pero aún sin regular; la designación de Zonas Marinas Protegidas se ha transformado en un trabajo cuesta arriba, mientras los intereses pesqueros en el Océano Austral se intensifican; las tensiones geopolíticas entre algunos miembros del Tratado (Australia y China en particular) amenazan con una escalada de construcción de estaciones, pistas de aterrizaje y otras obras de infraestructura para mantener presencia antártica; y el continente, junto con Groenlandia, se convierte en uno de los lugares del mundo más afectados por el cambio climático—cambio producido en buena medida por acciones humanas que ocurren mucho más allá de la Antártica.
En este contexto, algunos creen que enfrentar estos desafíos requiere modificar los instrumentos actuales para la protección del continente, y elaborar otros nuevos que reconozcan, por ejemplo, a la Antártica o a sus habitantes no humanos como sujetos de derecho; o demanden algún tipo de representación antártica en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático; o requieran que los países miembros se comprometan más firmemente con medidas de mitigación en sus propios territorios. Una ONG ambientalista australiana, de hecho, ha organizado para el 23 de junio una campaña para alertar al mundo sobre lo desprotegida que está la Antártica y exigir a sus “guardianes” que se hagan cargo. Es decidor que, de los diez países con la mayor cantidad de emisiones de CO2 a nivel mundial, ocho han ratificado el Protocolo Ambiental: ¿no hay una disonancia cognitiva en celebrarse como protector de la Antártica cuando al mismo tiempo se es uno de los mayores productores del principal causante del calentamiento global que amenaza al continente?
En lo que sigue, sugiero que antes de ponerse manos a la obra a escribir un nuevo protocolo que proteja a la Antártica en tiempos antropocénicos, vale la pena sentarse con destacador en mano a releer el que ya existe. En mi opinión, el Protocolo de 1991 tiene un potencial radical no actualizado que, de realizarse, constituiría un enorme avance hacia la protección de la Antártica y más.
Un primer lugar para prestar atención es el Artículo 2, sobre el objetivo y designación del Protocolo, que establece que “las Partes se comprometen a la protección global del medio ambiente antártico y los ecosistemas dependientes y asociados”. Esta expresión, “medio ambiente antártico y ecosistemas dependientes y asociados”, aparece 19 veces en total en el documento, dejando claro que no fue un error ni algo que pasaron por alto quienes lo redactaron. Ahora bien, es la pregunta obvia, ¿qué implica comprometerse a proteger no sólo el medio ambiente antártico, sino también sus ecosistemas dependientes y asociados? Si bien las reglas del Protocolo Ambiental rigen en el área del Tratado (esto es, al sur de los 60 grados de latitud sur), es claro que para cumplir con tal objetivo deben tomarse medidas también al norte de dicho límite. No es ningún misterio que la Antártica es clave en la regulación del clima y de las corrientes marinas a nivel mundial, con especial impacto en el hemisferio sur y el Océano Austral. Si de verdad se la quiere proteger, no basta con cambiar las ampolletas e instalar molinos de viento en las bases que funcionan en el continente; lo que se necesita es un cambio de actitud profundo en casa, para evitar que cambios mayores sobrevengan sobre el continente y sus ecosistemas dependientes y asociados. Quienes firmaron el Protocolo, en buenas cuentas, firmaron quizás sin notarlo entonces su compromiso para proteger al planeta entero. Es hora de explicitar este compromiso, y demandar a las partes que lo cumplan.
En segundo lugar, es notable que el Protocolo afirma en su Artículo 3, sobre los principios medioambientales, que la Antártica posee valor intrínseco. Lo que significa dicho valor y lo que implica a la hora de planificar y realizar actividades en el Área del Tratado Antártico, sin embargo, no se especifica. La Convención de Viena sobre el derecho de los Tratados puede servir aquí para darse una idea de cómo entenderlo. Dicha convención establece que “un tratado deberá interpretarse de buena fe conforme al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de éstos y teniendo en cuenta su objeto y fin”. Considerando que el contexto es filosófico, referido a principios, puede deducirse que “valor intrínseco” se entiende por oposición a “valor instrumental”. El uso de la Antártica como laboratorio natural, por ejemplo, se referiría a este último, donde la Antártica sería un medio para lograr un fin (el conocimiento científico). El valor intrínseco de la Antártica, en cambio, apuntaría a su valor en sí misma, sin referencia a ningún fin ulterior. Tal como el valor intrínseco que atribuimos a cada ser humano restringe nuestro comportamiento hacia ellos, así también el valor intrínseco de la Antártica debería restringir nuestras acciones en tanto en cuanto la afectan. Una lectura posible, sugerida recientemente por el filósofo Alfonso Donoso, es que los poseedores de dicho valor serían todos los seres sintientes que habitan el continente. Otra lectura, más ecocéntrica, sería que el ecosistema mismo debería tornarse sujeto de respeto y quizás incluso de derechos. En ambos casos, las consecuencias para nuestro accionar en el continente serían profundas. Nada de esto ha sido vislumbrado ni sugerido aún por las partes firmantes.
Un tercer elemento del protocolo que merece reflexión se encuentra en su Anexo II, referido a la Conservación de la Flora y Fauna Antártica. Ésta establece que “no se introducirá en tierra, en las barreras de hielo ni en el agua del Área del Tratado Antártico ninguna especie de organismo vivo que no sea autóctona del Área del Tratado Antártico, salvo de conformidad con un permiso”. Si se lee este pasaje desde la biología evolutiva (que es de momento la mejor teoría científica para explicar nuestro lugar en el mundo), es claro que ningún ser humano debiera viajar a la Antártica “salvo de conformidad con un permiso”. Hasta donde sé, sin embargo, nadie ha explicitado las implicaciones de este artículo para las actividades humanas en el continente, especialmente para aquellas que no presentan un beneficio claro para su protección (léase, ante todo, el turismo, no sólo por su impacto en los frágiles ecosistemas, sino también por su profunda huella de carbono). Es tan enraizado el antropocentrismo de nuestras leyes que, incluso cuando se trata de aquellas que se refieren al medio ambiente, nos ubicamos como excepciones a la regla; organismos vivos, sí, pero cualitativamente distintos de todos los demás, con privilegios exclusivos. Si queremos de verdad proteger la Antártica y sus ecosistemas dependientes y asociados, este marco conceptual debe cambiar.
Si algo queda claro cuando se miran los procesos que llevan al cambio climático y a la crisis de la biodiversidad (por nombrar dos de los fenómenos más evidentes de nuestros tiempos) es su interconexión. El país más ambientalmente correcto puede terminar bajo el agua si está en el lugar equivocado, y el más contaminante puede salir invicto o incluso beneficiado. Para la Antártica, esto significa que de nada servirá proteger “el Área” si no se mira lo que sucede más allá de ella. Esta semana está teniendo lugar la reunión consultiva número 43 del Tratado Antártico, casi completamente online y con Francia como país organizador. Para conmemorar el doble aniversario de Tratado y Protocolo las partes podrían comprometerse a la protección del continente a través de acciones coordinadas en casa—con el cumplimiento del Acuerdo de París (o más) como primera tarea. Reevaluar el texto original del Protocolo Ambiental en clave de Antropoceno es un buen comienzo si la tarea es proteger el Continente Blanco.
Como miembro fundante y activo del Tratado Antártico, Chile podría ocupar un rol de vanguardia en este proceso. En el Nuevo Estatuto Antártico recientemente aprobado, nuestro país confirma su interés en la gobernanza del continente, y se compromete a reforzar y profundizar el Sistema del Tratado Antártico. ¿Qué mejor muestra de ello que revitalizar el Protocolo Ambiental para que pueda cumplir a cabalidad con los objetivos propuestos?