A fines de diciembre visité el Parque Nacional Torres del Paine, en esos tours de día completo diseñados para quienes quieren darse una idea del conjunto porque no tienen tiempo para más, o porque quieren saber dónde volver después, o porque – como en mi caso – no se cansan nunca de visitarlo y aprovechan cada oportunidad que se presente para hacerlo.
En una anterior columna me referí a las nuevas medidas de seguridad implantadas por Conaf, luego del devastador incendio del año pasado, y pude comprobar en terreno qué cosas han cambiado.
Para empezar, el folleto que entrega Conaf a la entrada por fin enfatiza los riesgos de prender fuego en áreas no autorizadas, y prohíbe como primera regla “hacer fuego en cualquier circunstancia”. No se especifica qué tipo de fuegos, sin embargo, lo que da terreno libre para que los fumadores no se den por aludidos y saquen la cajetilla sin pudores. Lo vi con mis propios ojos en el mirador del Salto Grande, lugar donde el viento sopla fuerte y donde todo se quemó el año pasado. En el estacionamiento, es cierto, había un pequeño letrero que decía “no fumar”, pero casi pasaba inadvertido junto a los de no andar en bicicleta o moto por los senderos. No vi guardaparques en el área, aunque la afluencia de turistas ese día era grande. Me habría gustado que los hubiera, para detener al infractor en el acto y cantarle las reglas.
Para seguir, en el sendero del mirador Grey – que es el otro punto fuerte del paseo – me crucé con una visitante que se llevaba muy campante un manojo de chilcos. “¿A dónde va con eso, señora?”, le preguntó nuestro guía. La aludida ni se inmutó. “Si fuera pesado, me dijo el guía, llamaría ahora a los guardaparques para que la pararan a la salida”. Pero no lo hizo, y supuse por su aire resignado que imaginaba que, aunque lo hiciera, la mujer saldría invicta con su botín. Aunque en el folleto de Conaf se estipula claramente que no se puede “alterar, dañar y/o extraer recursos naturales”, parece que ni ella ni un turista que iba detrás suyo, con un pedazo de témpano en los brazos, entendieron las instrucciones. O quizás confiaban en que no habría nadie para pararlos, y después podrían contar la historia como una “gracia”. Los guardaparques en el área penaban por su ausencia.
Aquí dirá Conaf que los más de 80 guardaparques con que cuentan ahora todavía se hacen poco, y que deben priorizar los senderos de trekking, donde es más probable que la gente prenda cocinillas donde no debe, inicie fuegos por negligencia, coma huevos de ñandú o caiquén si los encuentra, y se lleve un mostrario de la flora nativa en la mochila. Y si responden esto, tienen razón. Para un parque de la magnitud del Paine, todavía son pocos los recursos que se han invertido, todavía se ve pobreza, descuido casi, falta de autoridad y de regulación donde debería haberla a cada minuto todos los días. Si algo cambia la actitud de los visitantes es sentir la presencia del personal autorizado, saber que no están solos en la selva y que no pueden hacer lo que se les dé la gana sin sufrir las consecuencias. Para lograr esto se necesitan más recursos y una mejor logística y organización. No pongo en duda que quienes hoy están a cargo del parque hacen lo posible por protegerlo; lo que pongo en duda es si esto es suficiente para resguardar este tesoro natural frente a un número creciente de visitas – visitas que, como los ejemplares descritos arriba, no siempre se comportan a la altura de las circunstancias.
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